Una valija llena de manipulaciones.

Nuevamente aparece el tema de la “valija” a partir del inicio del juicio a Durán en Miami. En esta historia se deleitan los políticos y medios de comunicación opositores, fundados en información fragmentaria del juicio, donde no se escuchó una sola palabra de la defensa, se mezclan intencionadamente datos y fechas con el único objeto de manipular la información e instalar la idea de que la valija de Antonini era para la campaña de Cristina.
Aún teniendo sólo las grabaciones y declaraciones de la fiscalía, basta utilizar el sentido común como herramienta para encontrar una serie de disparates e inconsistencias.

Primero: El fiscal Thomas Mulvihill, le preguntó a Maiónica si sabía cuál era el destino de la valija, a lo que contestó que era para "La campaña presidencial de Cristina (Fernández de) Kirchner" Sin embargo aclaró que a él no le consta sino que se lo habría dicho un funcionario Venezolano. Es decir, dice que se lo dijeron. Además recordemos que Maiónica se declaró culpable en el juicio y opto por colaborar con la fiscalía para obtener una reducción la pena.
Segundo: Otra “prueba” del supuesto destino del maletin es cuando en la grabación Antonini pregunta - "¿Quien me va a garantizar eso?" (que no va a ir a la cárcel). A lo cual el abogado argentino y ex camarista Guillermo Ledesma contesta : "Kirchner y Chávez". Uno se pregunta, ¿que influencia puede tener Ledesma sobre Kirchner y Chavez ? ¿Los dichos de este abogado constituyen una prueba ?
Tercero: En la grabación realizada durante un almuerzo con los acusados, se escucha al propio Antonini decir que Claudio Uberti "le había pedido por favor que llevara la valija". Es decir, el propio informante del FBI siendo consciente de la grabación dice “fuerte y claro” de quién era la valija, lo que resulta funcional a las necesidades de la fiscalía y del FBI. Me hace acordar al super agente 86. “Hola, hola- FBI cambio – la valija era para cristina” Una pavada.
Recordemos que Antonini Wilson resolvió colaborar con el FBI a cambio de que no lo procesen, detengan ni que lo extraditen a la Argentina.
Por ultima, una ridiculez más del caso que apunta a explicar cómo fue posible que la valija cayera en manos de la policía argentina y la aduana. Esto trató de ser explicado por Maiónica, quien dijo que el plan original para evitar la revisión del equipaje era que un funcionario argentino se presentaría en el aeropuerto y daría la órden de dejar pasar la comitiva pero el vuelo se retrasó a su salida de Caracas por más de seis horas. No se entiende porqué nadie le dijo a Nestor “mandame el pibe mas tarde que llegamos con seis horas de retraso” Se ve que no tienen celulares ni hay teléfonos en el aeropuerto de Caracas.

En suma, la inconsistencia y colección de disparates en los intentos de involucrar al gobierno argentino resulta de la necesidad de demostrar por parte de la fiscalía, el origen y el destino de los fondos, sustento necesario para que prospere la acusación materia del juicio que trata sobre la actividad de los acusados como supuestos agentes extranjeros sin permiso del gobierno de Estados Unidos. Desde esta perspectiva, la intención del fiscal es comprensible: Si no prueba el origen y destino de la valija, no habria motivo para la intervencion de los venezolanos y por lo tanto se le caería el juicio. Lo que no es comprensible es la manipulación de la información por los medios opositores y politicos nacionales que están tratando este asunto lo que demuestra una total falta de respeto a la inteligencia de los ciudadanos.

¿Pero quien es Antonini ? Para tener una idea, posteo una columna de Jaime Bayly difundida en su momento pero que vale la pena tener presente, publicada en el “Correo” del Perú. El autor de quien no puede decirse que sea kirchnerista y menos chavista contó cómo conoció a Antonini.

Ese raro gordo bonachón
Eran los primeros días del 2002, invierno en Key Biscayne, si podemos llamar invierno a unos días espléndidos, a pleno sol. Yo vivía en una casa en la calle Caribbean, una casa amarilla, de un piso, una de las más antiguas de la isla. Estaba obsesionado con escribir una novela que titulé El huracán lleva tu nombre. Me pasaba la noche escribiendo, escuchando los maullidos de los gatos y los chispazos de las regaderas que se encendían automáticamente. Cuando me daba hambre, subía a la bicicleta y pedaleaba hasta el Seven Eleven. Una noche, bajando de la bicicleta en el Seven Eleven, un hombre alto y obeso me dijo: -¿Qué ha sido de tu vida, que ya no te veo en televisión? Le conté que me había retirado de la televisión de Miami, dado que mi último programa había sido cancelado, los ejecutivos de esa cadena acusándome de ser demasiado intelectual y marica para los mexicanos de California. El hombre apretó un botón que desactivó la alarma de su Mercedes del año, deportivo, color gris. Sentí que, al apretar ese botón, había experimentado una alegría rotunda, definitiva, una forma de alegría que siempre me sería esquiva. Para mi sorpresa, me preguntó dónde vivía. -En Caribbean road, cerca del Sonesta -le dije. -Yo tengo un hotel al lado del Sonesta -me dijo. -¿El Silver Sands? -pregunté. -Es mío -dijo. -Hombre, te felicito -dije. -Te invito mañana para que veas unas cabañas frente al mar que te pueden interesar -me dijo. Sacó su billetera y me dio su tarjeta. -Llámame -me dijo-. Tienes que ver las cabañas frente al mar. Son del carajo. Enrique Iglesias viene de vez en cuando con sus amigas. Luego subió a su auto. Miré la tarjeta. Decía: Guido Antonini Wilson. Al día siguiente, lo llamé. No tenía ganas de verlo, pero me intrigaba conocer las cabañas en las que Enrique Iglesias hacía travesuras. Lo traté de Guido, un nombre extraño en cualquier caso. Me dijo que pasaría a buscarme al final de la tarde. El señor Antonini vino a buscarme en un auto distinto del que había usado la noche anterior. Era un Mercedes grande, cuatro puertas, azul oscuro. Al subir, sentí ese olor a nuevo que conservan los autos recién salidos del concesionario. Llegando al hotel, me condujo a su oficina. Se sentó en un escritorio y me dijo que ese hotel era de su mujer, de la familia de su mujer, pero que él lo administraba como si fuera suyo y yo era bienvenido cuando quisiera. No me quedó claro (esas cosas nunca quedan claras) si me estaba diciendo que no me cobraría en caso de que me quedase en su hotel. Poco después caminamos hasta las cabañas con vista al mar. Quedé horrorizado con la decoración. -Son perfectas para escribir -mentí. Antes de irnos, le pregunté cuál era la cabaña en la que Enrique se escondía con sus amigas. Me llevó a la cabaña africana, atigrada, con pieles de animales y colmillos de elefantes, y dijo, señalando la cama: -Aquí ha culeado Enrique Iglesias. Luego añadió: -Cuando quieras, puedes venir. -Muchas gracias -dije. -Para mí será un honor recibirte -dijo. No quedó claro si el honor al que aludía me exoneraba de pagar por la cabaña. Al subir a su auto, pensé que me llevaría a casa. Me equivoqué. Guido me dijo que su mujer estaba ansiosa por conocerme. No me preguntó si yo sentía ansias recíprocas. Vivía en un departamento del Grand Bay, con todos los lujos previsibles. Recorrimos medio departamento sin que su mujer diese señales de vida. Al pasar por la cocina, una empleada dijo que la señora estaba en la lavandería. En efecto, allí mismo estaba. La señora Jacqueline era agradable y distinguida, aunque no necesariamente guapa. Me saludó con afecto distante, como quien saluda a alguien que inspira, a la vez, curiosidad y temor. -No me pierdo tus programas -me dijo. No sentí que estuviera ansiosa por conocerme. Sentí que estaba ansiosa por seguir ordenando la ropa con la maniática minuciosidad de una millonaria aburrida. Guido me llevó a su biblioteca. Digo que era una biblioteca porque así la llamó él, no porque hubiese libros. Se sentó en su escritorio, me ofreció un trago, le dije que no bebía alcohol, puso cara de espanto, me invitó agua mineral y se sirvió un whisky. Por fin hablamos de política. Me dijo que Chávez era una desgracia, que había instaurado un régimen autoritario y corrupto, que los amigotes de Chávez estaban haciéndose muy ricos, que no se podía hacer dinero a no ser que fueras socio del régimen. Me contó que era amigo de Carlos Andrés Pérez, que hablaban a menudo, que Carlos Andrés estaba en Santo Domingo, pero venía con frecuencia a Miami. Le dije que conocía a Carlos Andrés, que lo había entrevistado el año 97 o 98. Cogió el teléfono, llamó a Carlos Andrés y le dijo que estaba conmigo. Me dio sus saludos. Le dijo que cuando viniera a Miami, teníamos que juntarnos los tres para hablar de política. Hablaron de cosas que no entendí y cortó. Mi amigo Guido se sirvió otro trago y me dijo: -Chávez no va a durar. Va a caer pronto. Lo vamos a tumbar. Le dije que eso sería difícil, dado que los militares lo apoyaban y muchos de sus compañeros de promoción ocupaban puestos claves. -Acuérdate de mí -insistió-. A Chávez lo tumbamos. Va a terminar en la cárcel. Pensé que estaba fanfarroneando, que quería hacer alarde de su poder y sus conexiones. Poco después me llevó a la cochera del edificio y me mostró su colección de autos de lujo: Hummers, Ferraris, Lamborghinis, Mercedes. -Cuando quieras, te presto uno de estos para que lleves a tus hijas a Orlando -me sorprendió. Yo le había contado que en pocos días llegarían mis hijas y nos iríamos a Disney. -Muchas gracias, pero no me animo -le dije. -Anda en la Hummer -insistió. -¿Y si choco? -le dije. -No pasa nada -dijo-. Todos están asegurados. -Pero el seguro no te cubre si yo manejo -dije. -No vas a chocar -dijo-. Y si chocas, decimos que yo estaba manejando. Tras esa exhibición de su riqueza, el señor Antonini me llevó a mi vieja casa amarilla, construida en 1953. -Llámame cuando lleguen tus hijas -me dijo. Una semana después, mis hijas llegaron y les conté que había conocido a un extraño magnate venezolano que me había enseñado su colección de autos de lujo y me había ofrecido uno de ellos para irnos a Disney. -No voy a llamarlo -dije. -¡Estás loco! -me dijeron-. ¡Llámalo! -¿Y si es un millonario tramposo perseguido por la justicia? -¡No importa! ¡Llámalo! A pesar de mis temores, lo llamé. No contestó. Dejé un mensaje. No llamó de vuelta. Llamé dos o tres veces más. Dejé mensajes. No llamó. Unos meses después, en abril, leí que le habían dado un golpe a Chávez. Me acordé de mi amigo Guido, de sus enfáticas palabras: -Chávez no va a durar. Lo vamos a tumbar. Lo llamé para preguntarle qué estaba pasando en Caracas. No contestó. No volví a verlo más, hasta una mañana, cinco años después, en que abrí un periódico en Buenos Aires y vi la foto de ese raro gordo bonachón, acusado de ser el hombre de la valija, el misterioso pasajero que llegó en un vuelo privado desde Caracas y quiso introducir ilegalmente un maletín con ochocientos mil dólares en efectivo. Lo primero que pensé fue: Suerte que no me prestó su Hummer para ir a Disney. Lo siguiente que me dije fue: ¿Pero este gordo no estaba conspirando contra Chávez? Luego me imaginé a su esposa ordenando la ropa minuciosamente en la lavandería del apartamento de lujo, odiándolo en silencio.
Jaime Bayly28 de Enero de 2008. Correo del Perú

1 comentario:

  1. Loco: te felicito por el blog. En serio. Acá en La Plata ciudad gorilagorilona se hace dificil ser kirchnerista, ya no te digo peronista o nac & pop, te encontrè bucenado en ramble Tamble. Aguante Nestor y Cristina!!! a los soretes de siempre nada!!!

    ResponderEliminar